16 noviembre, 2008

Cuentos de Jack Flores Vega

En la botica

Julio entró apurado a una botica ubicada en la esquina del jirón de La Unión y la avenida Uruguay. Se le notaba ansioso y sudaba copiosamente. Se paró frente al mostrador para hablar con la dependiente, pero ésta se encontraba atendiendo a otra persona. Julio limpió su frente colmada de sudor y se dispuso a esperar a que le atiendan.

-¿Sí, señor? -le dijo la dependiente después de haber atendido a la otra persona.

-¿Tiene tranquinal de 25 miligramos? -preguntó Julio.

La dependiente movió las teclas de su pequeña computadora y verificó si tenía el pedido.

-Sí, señor, lo tengo; la caja está a veinticinco soles con cincuenta.

-No, no; no quiero la caja; la quiero por unidad -se apresuró a responder Julio.

-Bien, entonces, cada una le cuesta dos soles con cincuenta -le dijo la dependiente-. ¿Cuántas quiere?

-Deme tres.

Julio metió la mano al bolsillo de su pantalón y extrajo unas monedas. Estaba contando para hacer el pago, cuando advirtió que una mujer joven, apoyada en el mostrador, a un metro y medio de la ventanilla de pago, lo miraba fijamente. Julio empezó a contar las monedas con nerviosismo como sometido por la persistente mirada de la mujer. Ésta era simpática, de cabellos negros ondulados, ataviada con un vestido rosado-claro que le llegaba hasta la mitad de los muslos y le quedaba muy ceñido a su cuerpo. Julio empezó a sudar de nuevo.

-Señor -dijo la joven mujer, acercándose a Julio-, estamos promocionando un producto nuevo, de gran demanda en el mercado –le mostró un envase de plástico-. Vitaminas “El delfín”, útil para toda la familia, enriquecida con germen de trigo y aceite de hígado de bacalao.

Julio se fijó en los labios carnosos de la mujer pintados de rosado, y parpadeó rápidamente para observar su esbelto cuerpo. Ésta lo seguía mirando fijamente a los ojos y Julio se sentía impedido de mirar con comodidad su bello cuerpo.

-¿Cuánto está? -preguntó al fin, limpiándose el sudor.

-Ocho soles el frasco y si lleva dos se lo dejo a quince -la mujer le acercó el frasco.

Julio tomó el envase a la vez que trataba de mirar el cuerpo de la mujer, pero no pudo y sólo atinó a examinar el frasco mostrándose dubitativo para comprarlo.

La mujer se pasó la mano por su cabello negro y ladeó su cabeza, mirándolo sugestivamente.

-¿Y contiene aceite de hígado de bacalao? -preguntó Julio, tratando de ganar tiempo.

-Así es -respondió la mujer, y aspiró aire, levantando su busto.

-Yo no lo quiero para mí -dijo Julio, muy nervioso- sino para un niño de diez años.

-También lo puede tomar –dijo la mujer y movió la cadera, recostando el peso de su cuerpo en una de sus bellas piernas-. ¿Es su hijo?

-No, no -se apresuró a decir Julio, sudando aún más-, es mi sobrino.

-¿Usted es soltero? -le preguntó la mujer, sonriendo.

-Sí, sí -respondió Julio, muy contento por la pregunta.

-Mi abuela decía que cuando los hombres solteros se ocupan de sus sobrinos ya nunca se casan.

-¿Eso decía tu abuela?

-Ujú -movió la cabeza, la mujer.

-O sea que piensas que ya nunca me casaré -expresó Julio, complacido por el giro de la conversación-. ¡Qué cruel eres!

La mujer le sonrió ampliamente:

-Eso decía mi abuela.

-¡Ah!, es cierto, tu abuela, pero ¿y tú...?, ¿qué es lo que piensas?

-¿Yo...? -la mujer lo miró con interés, y se demoró unos segundos para responder-. Digo que sí, que te puedes casar.

-¡Oh, gracias, gracias! -exclamó Julio, extasiado-. Pero, ¿y tú, tú..., eres casada?

-Mm, mm -movió la cabeza, la mujer, para los costados, negando.

-¡Qué bien, qué bien! -exclamó Julio, invadido por el gozo-. Te compraré uno y mañana regresaré para comprarte otro.

La mujer movió la cabeza de arriba para abajo aprobando las palabras de Julio, y acercándose más a él le dijo, con voz melosa:

-Paga en la ventanilla.

Julio se apresuró a hacer el pago, sacando más monedas de su bolsillo. La dependiente le alcanzó el ticket de pago y su pedido, y Julio, antes de retirarse, buscó la mirada de la esbelta mujer para despedirse, pero ella ya no estaba a su lado. Julio giró completamente la cabeza y vio que en un extremo de la farmacia, cerca de una de las puertas de ingreso, se encontraba la joven mujer. Ésta se encontraba colgada del brazo de un hombre de terno gris, de ligeras canas y arrugas en su frente. Ella le decía: “estamos promocionando un producto nuevo de gran demanda en el mercado: vitaminas “El delfín”, enriquecido con germen de trigo y aceite de hígado de bacalao...” El hombre la miraba con ansiedad y le apretaba uno de sus robustos brazos.

Julio abandonó la botica con su frasco de vitaminas en la mano, trastabillando al caminar y mirando compasivamente para el suelo, mientras pensaba, en l
En la botica


Julio entró apurado a una botica ubicada en la esquina del jirón de La Unión y la avenida Uruguay. Se le notaba ansioso y sudaba copiosamente. Se paró frente al mostrador para hablar con la dependiente, pero ésta se encontraba atendiendo a otra persona. Julio limpió su frente colmada de sudor y se dispuso a esperar a que le atiendan.

-¿Sí, señor? -le dijo la dependiente después de haber atendido a la otra persona.

-¿Tiene tranquinal de 25 miligramos? -preguntó Julio.

La dependiente movió las teclas de su pequeña computadora y verificó si tenía el pedido.

-Sí, señor, lo tengo; la caja está a veinticinco soles con cincuenta.

-No, no; no quiero la caja; la quiero por unidad -se apresuró a responder Julio.

-Bien, entonces, cada una le cuesta dos soles con cincuenta -le dijo la dependiente-. ¿Cuántas quiere?

-Deme tres.

Julio metió la mano al bolsillo de su pantalón y extrajo unas monedas. Estaba contando para hacer el pago, cuando advirtió que una mujer joven, apoyada en el mostrador, a un metro y medio de la ventanilla de pago, lo miraba fijamente. Julio empezó a contar las monedas con nerviosismo como sometido por la persistente mirada de la mujer. Ésta era simpática, de cabellos negros ondulados, ataviada con un vestido rosado-claro que le llegaba hasta la mitad de los muslos y le quedaba muy ceñido a su cuerpo. Julio empezó a sudar de nuevo.

-Señor -dijo la joven mujer, acercándose a Julio-, estamos promocionando un producto nuevo, de gran demanda en el mercado –le mostró un envase de plástico-. Vitaminas “El delfín”, útil para toda la familia, enriquecida con germen de trigo y aceite de hígado de bacalao.

Julio se fijó en los labios carnosos de la mujer pintados de rosado, y parpadeó rápidamente para observar su esbelto cuerpo. Ésta lo seguía mirando fijamente a los ojos y Julio se sentía impedido de mirar con comodidad su bello cuerpo.

-¿Cuánto está? -preguntó al fin, limpiándose el sudor.

-Ocho soles el frasco y si lleva dos se lo dejo a quince -la mujer le acercó el frasco.

Julio tomó el envase a la vez que trataba de mirar el cuerpo de la mujer, pero no pudo y sólo atinó a examinar el frasco mostrándose dubitativo para comprarlo.

La mujer se pasó la mano por su cabello negro y ladeó su cabeza, mirándolo sugestivamente.

-¿Y contiene aceite de hígado de bacalao? -preguntó Julio, tratando de ganar tiempo.

-Así es -respondió la mujer, y aspiró aire, levantando su busto.

-Yo no lo quiero para mí -dijo Julio, muy nervioso- sino para un niño de diez años.

-También lo puede tomar –dijo la mujer y movió la cadera, recostando el peso de su cuerpo en una de sus bellas piernas-. ¿Es su hijo?

-No, no -se apresuró a decir Julio, sudando aún más-, es mi sobrino.

-¿Usted es soltero? -le preguntó la mujer, sonriendo.

-Sí, sí -respondió Julio, muy contento por la pregunta.

-Mi abuela decía que cuando los hombres solteros se ocupan de sus sobrinos ya nunca se casan.

-¿Eso decía tu abuela?

-Ujú -movió la cabeza, la mujer.

-O sea que piensas que ya nunca me casaré -expresó Julio, complacido por el giro de la conversación-. ¡Qué cruel eres!

La mujer le sonrió ampliamente:

-Eso decía mi abuela.

-¡Ah!, es cierto, tu abuela, pero ¿y tú...?, ¿qué es lo que piensas?

-¿Yo...? -la mujer lo miró con interés, y se demoró unos segundos para responder-. Digo que sí, que te puedes casar.

-¡Oh, gracias, gracias! -exclamó Julio, extasiado-. Pero, ¿y tú, tú..., eres casada?

-Mm, mm -movió la cabeza, la mujer, para los costados, negando.

-¡Qué bien, qué bien! -exclamó Julio, invadido por el gozo-. Te compraré uno y mañana regresaré para comprarte otro.

La mujer movió la cabeza de arriba para abajo aprobando las palabras de Julio, y acercándose más a él le dijo, con voz melosa:

-Paga en la ventanilla.

Julio se apresuró a hacer el pago, sacando más monedas de su bolsillo. La dependiente le alcanzó el ticket de pago y su pedido, y Julio, antes de retirarse, buscó la mirada de la esbelta mujer para despedirse, pero ella ya no estaba a su lado. Julio giró completamente la cabeza y vio que en un extremo de la farmacia, cerca de una de las puertas de ingreso, se encontraba la joven mujer. Ésta se encontraba colgada del brazo de un hombre de terno gris, de ligeras canas y arrugas en su frente. Ella le decía: “estamos promocionando un producto nuevo de gran demanda en el mercado: vitaminas “El delfín”, enriquecido con germen de trigo y aceite de hígado de bacalao...” El hombre la miraba con ansiedad y le apretaba uno de sus robustos brazos.

Julio abandonó la botica con su frasco de vitaminas en la mano, trastabillando al caminar y mirando compasivamente para el suelo, mientras pensaba, en lo bien que le asentaría el aceite de hígado de bacalao.


Así no tiene que ser

El abogado Martín Ramos caminaba azorado de un lado a otro de su despacho. Hacía sólo cinco minutos que había ingresado y se encontraba en ese estado. “Pero, ¿cómo..., cómo?”, se decía, “¿Así, así...?”, y se detuvo un momento. Se quitó el saco y lo acomodó en el respaldo del sillón. Luego se quedó estático mirando hacia la puerta. Ésta se encontraba entreabierta y comunicaba con la oficina de su secretaria: “¿Así, así...?, volvió a decir, sin decidirse.


Hacía sólo un mes que había sido elegido para ser Juez de Paz de su localidad, y ese día se había sentido dichoso. “¡Por fin, un puesto público!”, había exclamado, “¡el primer peldaño en el ascenso hacia la cima!”, e inmediatamente su mente se había visto anegada de imágenes: la caminata airosa por las calles de la ciudad; la acogida en un restaurante de primera categoría; el terno azul marino con la estrella dorada en la solapa... para que todos le vieran, para que todos le señalaran: ¡el abogado, el juez! “¡Hurraaa!, ¡bravoo!”, el respeto y la admiración de todos. Pero había algo más, algo que lo inquietaba y lo aturdía, y era...., sí, su secretaria. ¿Qué secretaria le tocaría?, Uhhhh, seguramente una buena, moldeadita, de hablar pausado y falda corta. Y se entregaba a más detalles sicalípticos. ¿Cómo la abordaría? La clásica: la invitaría a cenar. “Para hablar de asuntos de oficina”, le diría. “Pero, doctor, no sería mejor hacerlo en el juzgado”. Y él, “Noo, tiene que ser afuera, hay cosas que por su naturaleza jurídica es mejor tratarlo en privado”. Y ella, sorprendida, ojos muy abiertos, “Qué bonito habla usted, doctor, se ve que ha estudiado mucho”. Y él, “Ejem, ejem, lo necesario, lo necesario”. Se pondría el saco y le diría que la esperaría allá afuera, a sólo media cuadra del juzgado, para que nadie los viera y se le ocurriera inventar patrañas siniestras. “Ya sabe, homo hominis lupus*” “¡Ay, doctor, qué culto!; pero un momentito, ¿no sería mejor ir a mi casa a cambiarme? Estoy muy formal y ...” “No, no, así está bien; así, si alguien nos ve, no dudará de que ésta es una reunión formal”. Y de ese modo, se pasarían toda la tarde, entre charlas y comida. Y al final, claro, el vinito, el tinto, el semiseco. “Pero, doctor, ¿no sería mejor dejarlo para otro día?, mañana hay que trabajar y...” Pero él, “No, no, tiene que ser ahora, es el momento propicio”. “Pero doctor, yo no acostumbro beber.” “No importa, no importa, yo beberé por los dos; usted, solamente beba una copita.” Y así se pasaría el tiempo, entre vino y más copitas. Llegaría la noche, con sus guiños y carcajadas; y ella, más relajada, más abierta; y él, más envalentonado, más atrevido; estiraría la mano, tocaría sus dedos. “¡Qué uñas tan bien cuidadas tienes!” “Es trabajo de mi manicurista, doctor.” “¡Y qué manos tan pequeñas y bonitas!” “Doctor, no exagere.” “¿De quién es el trabajo, ah?” “Es mío, doctor.” “¿Sí?”, acariciaría su mano y las pondría entre las de él. “¿No es trabajo de su mamita?” Ella sonreiría, halagada, “También, doctor”. “También, ¿no?, ¿y esa risita?” “¡Doctor...!” “¿También de su mamita?” “También, doctor.” “¡No, no, objeción, objeción su señoría!”, levantaría la mano, “¡protesto, protesto; esa risita es hechura mía!” “¡Doctor, no se exalte!” Pero él, sin poderse contener, se pondría de pie, le cantaría. “Mía, tú ya eres mía, dame tu mano, vamos a bailar...” “Doctor, así no es la letra.” “Mía...” “Doctor, se está equivocando.” Pero él, “No importa, no importa”, se volvería a sentar, “lo importante, Elenita, lo importante”, le acariciaría la mano, se la llevaría a su pecho, “lo importante es dar rienda suelta a los impulsos de mi corazón”. “¡Doctor...!”, se sorprendería. “Sí, sí, Elenita, sí, eso es lo que siento por usted, no lo puedo ocultar.” “¡Pero, doctor, apenas nos conocemos!” “Mejor, Elenita, mejor, así tendremos ocasión de empezar una estable relación jurídica.” “¡Doctor...!”, se sonrojaría. “Llámeme, Martín, Elenita, Martín.” “No, no, para mí, usted es el doctor.” “No, no, Elenita, Martín..., pliz.” “Bueno, Martín, pero sólo por esta noche, ¿ah?” “Gracias, Elenita, gracias, me hace el hombre más feliz del mundo.” Besaría su mano, sus deditos. “Martín, quiero decirle una cosa.” “Dígame, Elenita.” “Creo que ya hemos bebido demasiado y que debemos irnos.” “No, no, ¡protesto, protesto!”, levantaría otra vez su mano, “no hemos bebido demasiado, aun falta otra botellita más.” “No, no, Martín, ya es tarde, mire, ya ha caído la noche.” “Mejor, pues, nos acompañará.” “No, no, vamos, vamos, ¿qué hace? ¡Guarde esa billetera, Martín, guarde!” “Unita más y nos vamos.” “No, no, me molesto, ¿ah?, me molesto.” “Solamente una botellita, Elenita.” “No, no, ninguna, ninguna, vamos, vamos.” Ella se pondría de pie, le tomaría del brazo. “¡Párese, párese!” Pero él, “Compraré otra botellita para tomarla en casa.” “Está bien, está bien, pague ya y vámonos.” Pagaría, dejaría la propina para el mozo y saldría sujetando su botella bajo el brazo, mientras él, de su otro brazo, sería sujetado por ella. “¡Qué frío, Martín, qué oscuro!” “No se preocupe, Elenita, ahorita viene el taxi, mientras tanto...” Se sacaría el saco, se lo pondría en sus hombros. “No, no, Martín, no es necesario.” “Sí, sí, Elenita, sí, lo necesita.” “¿Y usted, Martín?, se va a resfriar.” “Yo estoy con chaleco, no se preocupe.” Pararía el taxi, lo abordaría: “calle Choquechaca, departamento 401.” Y al llegar. “No, no, Martín, no; no puede subir.” “Sí, sí, Elenita, sí, unos minutitos nada más, para mojarme la cabeza.” Pero, ella, ¿aceptaría o se negaría? Posiblemente aceptaría y subirían los dos juntos, y adentro, en su cuarto, una vez solos..., ¡pero para qué abundar en detalles! Total, si ella no aceptase, quedaría para el día siguiente, hasta que sucediera. Y cuando lo lograra, cuando lo consiguiera, ¡a correr!, ¡a contarlo a los amigos!: ¡Una conquista!, ¡un aventura! Y el aplauso y las risas, la felicitación de todos.

Así, así tenía que haber sido, pero, en cambio, desde que asumió sus funciones, todo resultó ser muy diferente. Su secretaria: una mujer de treinta y ocho años, cuadrada, con piernas retorcidas, con los cabellos pintados que parecían estar oxidados. Y para remate, las várices, esas venas ventrudas de sus piernas que parecían a punto de reventar. ¡Qué chasco, qué gran chasco! Pero qué se iba a hacer, había que conformarse. “Señora Luz” “¿Sí, doctor?” “La quería invitar a cenar, usted ya sabe, asuntos de oficina.” “Sí, sí, doctor, ya lo sé, ¡son tantos años en este oficio!, ¡venga, venga!”, entraría a su oficina, dejando la puerta entreabierta.

Y desde entonces, siempre que él llegaba a su despacho. “Qué tal, doctor, ¿cómo está el muñequito?” “Bien, bien.” “¿Sí?, haber, haber.” Se le acercaba, le tocaba la bragueta. “¡Uy!, veo que ya está listo, ¡venga, venga!”, pasaba a su oficina, dejando la puerta entreabierta.

Pero ahora, después de un mes de estar así, él ya se sentía abrumado, como queriendo romper con esa costumbre; pero el honor, el procedimiento. Atravesó la puerta, y se empezó a sacar la corbata, la camisa. Luego los zapatos, el pantalón, hasta quedarse solamente en calcetines. Caminó hacia su secretaria que estaba de espaldas a él, con las palmas de la mano arriba, apoyadas en el muro. Sus piernas, toscas y ventrudas, estaban separadas, y a sus pies, desordenadas, yacían su falda y su ropa interior. Sus nalgas, fofas y caídas, las tenía inclinadas hacia delante, como esperando. El joven abogado Martín Ramos se le acercó un poco más, se pegó a ella, puso sus manos en las caderas de la avejentada mujer y empezó a moverse frenéticamente de atrás para adelante, mientras pensaba: “Así no tenía que ser, así no...”

Lima, 9 de octubre de 2006

El laberinto

Siete días después de muerto, su presencia seguía rondando en los comentarios de familia, en los rezos y lágrimas que algunos en casa derramaban; hasta que semanas después todo se fue reduciendo a algunas oraciones y encendido de velas al pie de su retrato. Pero conforme pasaban los días su presencia se fue desacralizando, o quedando relegado a rincones de la casa. Sus ropas ya habían desaparecido; mamá Rosa los guardó en un saco de lona blanca y lo fue a amontonar al lugar donde estaban los trastos, bicicletas destartaladas y demás despojos familiares. Otro día ya no estaba en la percha su sombrero de cuero, su poncho grueso, su maletín negro, pequeño, parecido al que usan los doctores de visita. Sólo quedó su retrato con su vela encendida hasta que alguien olvidó prenderla y ya nunca más se le volvió a encender ni rezar. Sólo, a veces, en ocasiones ejemplarizadoras, resucitaba su nombre en algún hecho suyo que se nos obligaba a imitar. Luego ya no hubo más nada: ni su vela, ni su retrato, ni el saco de su ropa con el que solíamos a veces jugar estrellándolo en nuestros cuerpos . La familia se mudó y dejamos, junto con los despojos mortuorios del abuelo, tantos otros despojos de los familiares presentes. Y sólo, como única presencia física y valiosa de él, nos quedó su ropero grande y antiguo; de cuatro puertas, con espejos en su interior y revestido de un material blanco, como plástico duro que con el tiempo se había vuelto amarillento y se caía por pedacitos. Nos gustaba jugar ahí, ocultarnos en su interior o encaramarnos en su techo como gato agazapado. Pero cuando uno de los tíos nos encontraba en el ropero y gritaba: ¡Bajen de ahí,!, temblábamos de miedo, y con los castigos asomaba en nosotros el recuerdo temeroso del abuelo. Pero siempre volvíamos a él; su presencia era imponente, ocupaba casi el largo de un cuarto y cabíamos muchos ahí: Nico, Susana, el pequeño Manuel y yo, y todas nuestras travesuras. Era, en las noches, como un laberinto en el que podíamos entrar, pero no salir. Hasta que un día salimos y ya no regresamos a él jamás. Nos habíamos hecho grandes y nos desplazábamos por otro laberinto más enrevesado que abarcaría toda nuestra existencia: el mundo.

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